Había una vez, hacen
ya muuuuuuchos años, más de un siglo tal vez, en el contorno de la plaza,
de una casa grande, techumbre de broza (hojas secas de la caña de azúcar)
entraban y salían las visitas durante todas las tardes y a veces las primeras
horas de la noche. "Entre nosotras" decían todo es secreto, silencio,
como en una añeja tumba. Las hermanitas Catita, Rosita y Julita recibían a sus
viejas amigas en su sala con muebles de esterilla y conversaban
amenamente las novedades de todo el vecindario. Rosquitas, empanadas,
panecitos y bizcochuelos circulaban entre las afanosas parlanchinas, sin faltar
la taza de chocolate bien batido o del café de cántaro tan fragancioso.
Lo cierto es que desde
el día siguiente toda la población estaba enterada de aquellos pormenores.
El mejor laboratorio
noticioso era la ventana de la casa de las hermanitas, pues desde allí nadie
pasaba desapercibido por la plaza y las conversaciones se escuchaban
resonantemente.
Pero todo tiene su
final, una de aquellas medias noches, instaladas las curiosas al interior de su
ventana observaron que encima del poyo de la iglesia (hoy atrio) un
resplandor de luz salía por la puerta, se quedaron pasmadas, no sabían nada de
lo que estaba ocurriendo. Efectivamente, era una procesión, peor aún, no
había ninguna celebración religiosa esos días.
Sin embargo quedaron
convencidas que se trataba de una procesión del "Señor de Ánimas",
claro el mismo yacente del Viernes Santo, en su urna de cristales.
"Algo debe haber
sucedido ahora para que hayan decidido sacarlo en silenciosa procesión".
No tuvieron si no que postrarse de rodillas, como muy buenas y piadosas
religiosas y rezar, rezar y rezar.
Al momento de pasar
por su casa la devota contingencia, enlutada de recio negro, tan chucudas por
un manto que no les permitía ver sus caras, tres feligreses se acercaron a la
ventana y les alcanzaron a las sendas beatitas, las velas encendidas que
portaban. Con ellas acompañaron la procesión desde la ventana de su casa,
orando y golpeando su pecho, hasta que entraron nuevamente al templo, se
apagaron todas las luces de las velas de cebo que habían alumbrado y ellas
también cerraron su ventana y fueron al dormitorio para descansar, apagando sus
velas hasta el siguiente día, en que el sol son sus brazos de tibia luz las
despertara.
Al levantarse
encontraron que las velas eran huesos de esqueleto humano, gritaron, lloraron y
compungidas fueron tras el cura Salazar para confesar sus pecados y prometer
nunca más juzgar la vida de la gente.
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