martes, 30 de julio de 2013

39. PALADÍN


PALADÍN

“Abnegado defensor” es su significado castizo, y con esta palabra dimos nombre por acuerdo de familia y por la iniciativa de papá Reynaldo, a un cachorro Collie Lassie (Coli Lasi) traído a Tacabamba desde Lima.


De tres meses de edad, comprado en una casa de canes de Orrantia, por el precio especial de 300 dólares. Con todas sus vacunas y certificados de pedigrí (raza pura).
El viaje no fue fácil, ya que las agencias de buses no aceptaban pasajeros con mascota; pero el administrador de Cruz de Chalpón conocedor de las bondades del pequeño, lo autorizó hasta Chiclayo. Efectivamente, no causó molestia alguna durante el trayecto de doce horas.
En Lima, Chiclayo y Chota no faltaron los aficionados y conocedores que daban su apreciación e inclusive algunos querían comprarlo insistentemente.
Ya en casa, su nueva querencia, fue objeto de las atenciones de mis padres, era el año de 1966.



Los cachorros Lassie son delgados, hocico largo y pelo algodonado corto. Recién a los siete meses empiezan a cambiar al pelo característico abundante y largo, e intensificar su color amarillo rojizo, con cuello y pecho blancos con jaspes oscuros. En este último el pelo es más largo y termina en punta.



Lo sorprendente de esta raza canina es el grado de inteligencia y comprensión, fácilmente entienden y se hacen entender y cumplen las indicaciones y órdenes de sus amos. Son perros sumamente nobles, fieles y amistosos, podría decir que tienen además, cierta capacidad de presentimiento.


PALADÍN comprendió enseguida el cariño en su nuevo hogar, correspondía de la mejor forma y nos sorprendía con sus finas y delicadas actitudes para comer, dormir y en los juegos de los que gustaba mucho.



Lo primero que aprendió fue a usar el lugar que le indicamos para hacer sus necesidades corporales. Luego, a comer solamente lo que sus amos le daban y en el lugar y depósito destinado para ello. Comía relativamente poco en proporción a su tamaño y peso.
Empezamos a llevarlo al campo, a las invernas de la Banda de Corillama, siempre estaba muy cerca de nosotros y muy atento descubría el nuevo mundo que se le presentaba, lleno de verdor y vida. 



Creció muy rápido y se familiarizó con todo lo que le rodeaba, era muy cauto. Esperaba órdenes para todo, y asentía las indicaciones, ante palabras cortas: ven, vamos, quieto, sentadito, echadito, sube, baja, corre, entra, sal, no, si, ladra, silencio, quita, ataca, tranquilo, casa, escuela, etc



También aprendió a comprender frases y hasta oraciones más o menos largas: a salido una gallina, a las vacas, al toro, al caballo, a cuidar los niños, un perro ha entrado a la casa; ante lo cual, cumplía con correrlos, sacarlos, ladrarlos, rodearlos, dirigirlos, ordenarlos, formarlos, cuidarlos, etc.
Era aseado y pulcro, cuidaba de no ensuciar sus patas en lugares mojados o en lodo, pisaba sobre piedras limpias o lugares secos.



En los casos que tenía que ensuciarlas de todas maneras, al llegar a casa hacía comprender que se las lave y seque. En último caso se las aseaba lamiéndolas.
No era muy amigo del agua en el que podía mojar todo su cuerpo, debido a que tardaba mucho en secarse, pero si aceptaba el baño con jabón y toalla. Consentía que se le colocara insecticida para las pulgas y se daba la vuelta cuando se le pedía. En casos de vacuna o ampolleta se le hablaba y gustoso se echaba y levantaba la pierna. No se incomodaba con la introducción de la aguja.



Un gran amigo de los niños, en especial de los que como alumnos del C.E. Nº 63 estaban a mi cargo, los ordenaba en la formación, los cuidaba a la entrada y salida de la escuela y del aula. Avisaba desórdenes y peleas.
Las pocas veces que se dormía a la hora de entrada, se despertaba con el toque de la campana y en un minuto de carrera ya estaba en el patio cumpliendo su función de monitor.
Se contagiaba de la alegría de los niños en los paseos campestres de los días jueves por la tarde, jugaba con ellos y se esmeraba en sus cuidados.



Algunos niños expertos nadadores en el Tingo o la Matea, simulaban ahogarse y pedían auxilio a Paladín, éste preocupado avisaba con ladridos y presuroso se lanzaba al río y ayudaba colocándose delante para que el seudo siniestrado pueda asirse. 
Cuando alguien le daba algo para comer, simplemente no lo comía, o miraba a su dueño pidiendo autorización. Si o no, bastaba con el movimiento de cabeza.



No podía ver que un perro le pegue a otro, menos si era chico o más débil, rápidamente entraba en acción y lo defendía. Algunas veces se tuvo que enfrentar a canes grandes y bravos, pero siempre salía triunfante, dada su agilidad y abundante pelo que lo protegía en parte.




“Sandor”, era un pequeño y viejo perrito en casa de tío Víctor (a dos cuadras de distancia), como se quedaba dormido en la calle, o cuando transitaba por cualquier lugar sufría los ataque bravucones y abusivos de otros perros, pero Paladín reconocía los gritos en que Sandor pedía auxilio, e iba presuroso en su defensa, todas las veces exitosa.
Jamás nadie dio queja o hizo reclamo alguno de que Paladín lo haya atacado o hecho daño, ni siquiera asustado.



Una vez, estando a media cuadra de la plaza, escuchó lo gruñidos de un perro que atacaba a alguien. Acudió a toda velocidad. Efectivamente en la parte central “Cholo” un galgo grande y bravo atacaba al profesor Róger Paredes Bocanegra, pese a que éste se defendía con sus libros y tirando de patadas para mantenerlo a distancia. Al llegar Paladín, bastó de un contundente pechazo para derribarlo dándole vueltas en el piso, con lo cual, el atacante acobardado no tuvo sino que alejarse como pudo. Aceptó las palmadas de cariño y las frases de agradecimiento del profesor, que quedó como uno de sus más reconocidos amigos.
Minutos antes del terremoto de Huaraz en 1970, inexplicablemente empezó a aullar, lo que no acostumbrara, pero nadie pudo darse cuenta sino después de los intensos remezones y en los comentarios recién lo mencionaban.




Durante las noches cuidaba del gallinero, atacando y dando muerte a los dañinos canrhules (zarigüeyas). Cuado éstos se protegían en los árboles de duraznero o limonero de la casa, pedía ayuda para ponerlos a su alcance y dar buena cuenta de estos predatores.
Cuidaba con esmero a mis pequeños hijos. Acompañaba a su abuelita Ofelia a las visitas o compromisos sociales y cumplía sus indicaciones al pie de la letra.
Cuando junto con dos o más miembros de la casa, tenía que decidir a quien seguir en el momento de tomar diferente ruta, hacía lo que convenientemente le indicábamos.
Tenía mucho temor a la explosión de los cohetes o avellanas, se retiraba presuroso a la casa y se escondía en algún rincón o debajo de las camas. Asociaba este temor cuando escuchaba tocar a la banda de músicos.



No sucedía lo mismo con la explosión del cartucho de escopeta, antes bien, era un aliado en los quehaceres de la caza de conejos, pugos, torcazas y martín pescadores que depredaban los alevinos de trucha en mi criadero El Carricillo.



Recuerdo que cierta vez, de regreso del Cóndac, de un lugar aledaño a la catarata que siempre frecuentaba, cabalgando al “Azabache” brioso corcel negro y al caer la tarde, Paladín que se había adelantado un tanto, volvió presuroso y con su ladrido no permitía que avancemos. Hice saltar al albo uno fuera del camino y pude divisar a veinte metros adelante, tras los arbustos, a dos hombres que machete en mano acechaban. Efectivamente, eran celosos familiares de la chica, y no traían buenas intenciones. Media vuelta y al galope, hasta un empinado y agreste sendero que me condujo hasta el caserío de Solugán donde tomamos el camino grande a casa, dejando a distancia a los presuntos atacantes que osaron seguirme vanamente.


Compañero en mis viajes a caballo a Chota, Cutervo, Sócota o cualquier lugar cercano, gustaba de asustar a los perros que le salían a ladrar al camino. Cuando varios se atrevían atacarlo en grupo, pedía ayuda, y con la indicación dada, subía de un solo salto a la grupa (anca) del caballo blanco “Bandolero” y bajaba pasado el peligro. Ambos, caballo y perro congeniaban mucho y se comprendían.
Sólo en algunas situaciones donde debía lucirse, aceptaba se le coloque su collar de cuero boston, que con hebilla y piezas de plata, con su nombre grabado, rodeaba su cuello y sujetaba por detrás de los brazos. Una argolla grande también de plata servía para asirlo con su brillante cadena. En el resto de situaciones prefería estar sin collar, se incomodaba y pedía que se le saque. 



Otra vez, acompañando a mi padre que viajaba a Cutervo en caballo bien enjaezado, con alforja de cuero y poncho de aguas (jebe) doblado, se encontraron en medio y solitario camino con dos personajes de a pie, gorras con viseras, morrales, botas y uniforme verde olivo, abundante barba y con atuendos cubiertos que parecían armas; y transitaron juntos un buen trecho (como media hora) entablando una conversación más a base de preguntas a manera de interrogatorio y respuestas cautas y lacónicas. No cabía duda que eran guerrilleros, infundían respeto y hasta temor en un principio.



Durante este trayecto Paladín se mostró muy inquieto y preocupado, daba rodeos a su ecuestre amo con un gemido insistente y poco oído prestaba a los halagos de los caminantes, hasta que hubieron de cambiar de ruta hacia la altura, deseándose suerte con los interlocutores. Luego, como un desahogo, el can cambió de actitud y se puso alegre y retozón. Mi padre decía, recién volvimos en sí.



Lo poco o mucho que sabía y lo demostraba, no era producto de adiestramiento alguno, cuando más era el resultado de su obediencia a las indicaciones simples que se le daba y por supuesto, era muestra de su inteligencia, instinto y lealtad.
Para novia le conseguí una perrita blanquinegra que llamamos “Layka” con ciertas características de su raza, creció junto a Paladín, pero cuando hubieron de procrear cachorros, ni uno no otra mostraron interés, parecía respeto o familiaridad. Lo que no sucedía con sus congéneres extraños. 



Entre las crías por cruce, el más parecido era “Pipo”. Su dueña era la señorita Elena Gálvez Casaus y también alcanzó popularidad.



Vivió apaciblemente durante quince años, viejo ya era muy tranquilo, pero nunca perdió sus características y cualidades. Todos le querían y hablaban, él siempre correspondía amigablemente.
Un fatídico anochecer dentro de casa, ante un estrepitoso ruido de carro y gritos en la calle, salió corriendo César el más inquieto de mis hijos, Paladín no sólo lo siguió sino que velozmente lo alcanzó y adelantó saltando sobre un mostrador, ya en el umbral de la puerta de la tienda, cayó duramente golpeado por un camión cuyo chofer ebrio pasaba raudo sobre la acera de la esquina. Fue él el accidentado, dio su vida por el niño.
Una noche de duelo familiar y del vecindario. Al siguiente día, los niños lo llevaron en su caja mortuoria a la escuela. Finalmente, lo acompañaron y cargaron hacia la Banda de Corillama, donde en un lugar destacado de la primera inverna le dieron sepultura y con lágrimas por las mejillas se despidieron de Paladín su amigo fiel y protector.



Hoy, un erguido sauce solitario, se mece con los vaivenes de los vientos, la natura música del río Tuspón, los gorjeos de pajarillos y los mugidos del ganado en ese precioso lugar donde yacen los restos y recuerdos de aquel hermoso, excepcional y popular amigo “Paladín”. 

Tacabamba, junio de 1985 - Augusto Bocanegra Gálvez.



“Un amigo fiel es la medicina de la vida”. (LA BIBLIA)

“A través de los ojos de un perro, pude ver que la fidelidad que él me ofrece no se puede encontrar en el hombre, por eso amo a mi perro y después amo al hombre”.

No hay comentarios:

Publicar un comentario