FANTASMAS DE LA PILA
Corrían los años sesenta, las lluvias
inclementes castigaban la comarca en toda la sierra norteña, pero el sol
radiante por horas y días le hacían competencia, pues eran los primeros meses
del 64. Todo era verdor y los ríos turbios y caudalosos amenazaban los puentes
y caminos, habían fangos y derrumbos que interrumpían el discurrir de los
viajeros por las carreteras y caminos de herradura. Sin embargo, las actividades
de la población se realizaban casi con normalidad: los deshierbos y cutipas de
las chacras seguían sus roles de costumbre, las tejedoras aprovechaban los
descampados de la lluvia para avanzar sus obras, los negociantes viajaban con
sus mercancías en acémilas, los maestros regresaban de sus vacaciones para
abrir las matrículas de los alumnos en las escuelas, el ganado mejoraba su
producción de leche y carne por la abundancia de los pastos, las fiestas
locales cumplían a medias sus programas, los aguaceros a veces jugaban mejor
los carnavales, los paisanos visitantes volvían a sus lugares de residencia en
ciudades de la costa, en fin, Tacabamba siempre activa y atractiva.
Tantas historias y leyendas
fabulosas siempre han hecho el folclore de nuestro pueblo: los diablos del
Agomarca, la hoyada mala, la laguna de Cumpampa, la quebrada Shucturume, las
montañas de Pilco, la casa encantada de La Granadilla, el volcán de agua de
Chaccha, la duenda del Carricillo, el perol de oro del Cóndac, el baño de los
muertos en el río Tuspón, el cocodrilo del Tingo, etc, etc. Pero esta vez, se
trata de algo más serio y espeluznante, en la misma plaza de la ciudad, en su
pileta central y calle principal. ¡achichín!, ¡achichín! (¡qué miedo!, ¡qué
miedo!) : “Los fantasmas de la pila”.
Había una pequeña planta eléctrica
que proporcionaba luz a algunos domicilios y
esquinas de las calles en horario restringido, de 7 a 12 de la noche,
nada más. Los alumnos de primaria y también de secundaria que ya los había
hacía poco, trabajaban y repasaban sus lecciones en sus casas con lámparas o
velas, pero preferentemente madrugaban para aprovechar las primeras horas de
alborada, muchos salían para leer sus
cuadernos al amacecer. Sin embargo, había
una familia cuyos hijos se dedicaban a trabajar, ayudando a sus padres en la
chacra, la inverna, con el ganado y otros quehaceres campestres. No tenían
tiempo para hacer lo que sus compañeros,
mucho menos reunirse con ellos para jugar a ninguna hora.
Antes del amanecer salían de su casa
en el Jr. Lima barrio Este, portaban alguna herramienta, porongos para leche,
sogas, etc. Caminaban dos cuadras hasta la plaza y de allí se repartían en
direcciones diferentes según el terreno al que tenían que ir. De regreso
también traían leche, pasto para los cuyes, leña, productos de la chacra, etc. Esto
era lo de todos los días. Con las justas asistían a la escuela y a medio día y
por la tarde también se dedicaban plenamente al trabajo. Así los habían
acostumbrado sus padres.
Cierta madrugada, todavía estaba
“pañete” (muy oscuro) cuatro hermanos empezaban a cruzar una vereda del parque
de la plaza cuando tras un ruido macabro se levantaban tres fantasmas del
interior del octógono de la pila, saltar los muros y con alaridos comenzaron a
perseguir a los muchachos que corrían despavoridos de regreso a su casa. El
menor lloraba a gritos.
Eran tres bultos blancos de forma
humanoide que perseguían a pocos metros a sus espantadas víctimas por el parque
y el jirón Lima. Cerca ya de su casa, salía, también con palana al hombro y
machete al cinto el padre de los chicos. Era don Héctor Acuña Cabrera y en su tras
su esposa doña Clementina Peralta Alvarado que cargaba a la espalda en su
lliclla o pañón a un pequeño de pocos meses de nacido y con alforja y
menesteres en los brazos.
La reacción del jefe de familia fue
empuñar su filudo machete, proferir palabras de grueso calibre y enfrentarse a
los fantasmas que ni cortos ni perezosos emprendieron veloz retirada, perseguidos
de cerca por don Héctor mientras doña Clementina atendía a sus aterrorizados
hijos. Como eran fantasmas ganaron la carrera y desaparecieron por el atrio de
la plaza, hasta donde llegó el valeroso progenitor para hacer picadillo a los
temerarios bultos del terror. ¡Malditos, maricones, carajo, no se corran! y frotando
violentamente el encementado y piedras sacaba chispas con su machete. Todo quedó en calma, en casa ya se
restablecieron del miedo y la cólera para reiniciar la faena diaria del trabajo
familiar.
El periódico de la mañana difundía
oral y chismográficamente la noticia en todos los chorros de agua de la ciudad,
respaldados por los comentarios en el
desayuno de las familias y durante todo el día y los días subsiguientes.
Pasó un mes para que en la escuela
se descubriera el autor de la pesada broma, organizada por uno de sus
compañeros de aula y vecino Orlando Paredes Segura que usando sábanas se
disfrazaron con otros dos amigos para dar una lección a los hermanos Acuña y
así se “juntaran” con ellos en sus juegos y repasos.
Nadie imaginaba entonces que tal vez
este tren de vida en el trabajo de los Acuña Peralta posiblemente ha sido la
llave del éxito que años más tarde logran en su pueblo, su región y su país
entero.
Chiclayo, junio del 2014 -
bocanegraaugusto@hotmail.es
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